11 de julio de 2023. Por Cicerón Flórez Moya. La que se consolidó como Colombia ha padecido la violencia a lo largo de casi toda su historia, desde cuando llegaron los españoles con talante imperial a colonizar el territorio que les correspondió y dónde quedó su asentamiento. Y no ha sido una violencia blanda.
En buena parte caracterizada por la atrocidad con que se desarrolló la conquista, las guerras civiles, la confrontación partidista alimentada por el sectarismo, escaladas de las guerrillas, los linchamientos apadrinados por carteles del narcotráfico, las arremetidas del paramilitarismo, las acciones homicidas de la delincuencia común, en las trampas de los politiqueros y en los actos criminales de la misma Fuerza Pública, cuando decide obrar letalmente en contravía de los principios que deben regir a una institución llamada a garantizar protección colectiva.
La violencia, ha sido una peste extendida, alimentada por el extremismo de la fuerza agresiva, la intolerancia, el predominio de la desigualdad que caracteriza a la sociedad clasista, la discriminación racista, la exclusión basada en el autoritarismo aplicado al régimen de la propiedad.
Aunque ahora se consagre en la Constitución que, Colombia es un Estado social de derecho, es innegable la brecha existente entre una minoría adueñada durante muchos años del poder y la mayoría atrapada por precarias condiciones de vida.
Ese conjunto de accidentes afecta gravemente la vida de las personas y es fuente generadora de violencia. Allí entra el abuso aplicado al manejo de la propiedad de la tierra, la cual lleva al desplazamiento forzado, a las trampas del feudalismo y la apropiación de predios a sangre y fuego.
La violencia también es un tejido cotidiano consentido por algunos a quienes les conviene para beneficiarse políticamente. Eso explica que se celebren hechos atroces y los achaquen al gobierno, pretendiendo hacer creer que se trata de una situación nueva, cuando es una herencia que se ha preservado a lo largo de la travesía de la nación.
A esa violencia que se ha desbordado en el país, hay que rechazarla con la mayor contundencia, porque la nación no puede seguir acosada por el extremismo criminal y repetición de homicidios, secuestros, extorsiones, paros armados, emboscadas, retenciones y demás formas de ultraje a la existencia humana. Y la contraofensiva requerida debe tomarse en serio. Tiene que ser una salida sostenible, que no involucre más exterminio.
El remedio es la paz. Hay que alcanzarla mediante un proceso que lleve no solamente a la desmovilización de los grupos armados, sino también a los cambios que le den vigencia al Estado social de derechos y consoliden la certeza de la no repetición de atrocidades propias de la barbarie.
Los colombianos debemos unirnos alrededor de ese salto fundamental, con lo cual cerraremos el camino a los grupos armados generadores de violencia y a sus patrocinadores de la derecha, que le apuestan al suplicio del crimen generalizado para retomar el poder y seguir en el mismo fango.
La cura de este conflicto armado es la paz perdurable a plenitud. Será la derrota para los actores de la guerra en sus diferentes escenarios.
Puntada: Las recientes revelaciones sobre Odebrecht, son una muestra de la enorme dimensión de la corrupción en Colombia, con protagonistas que se han movido en las cumbres del poder.
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