El
atentado terrorista perpetrado en las oficinas de Charlie Hebdo debe
ser condenado sin atenuantes. Es un acto brutal, criminal, que no tiene
justificación alguna. Es la expresión contemporánea de un fanatismo
religioso que -desde tiempos inmemoriales y en casi todas las religiones
conocidas- ha plagado a la humanidad con muertes y sufrimientos
indecibles. La barbarie perpetrada en París concitó el repudio
universal. Pero parafraseando a un enorme intelectual judío del siglo
XVII, Baruch Spinoza, ante tragedias como esta no basta con llorar, es
preciso comprender. ¿Cómo dar cuenta de lo sucedido? La
respuesta no puede ser simple porque son múltiples los factores que se
amalgamaron para producir tan infame masacre. Descartemos de antemano la
hipótesis de que fue la obra de un comando de fanáticos que, en un
inexplicable rapto de locura religiosa, decidió aplicar un escarmiento
ejemplar a un semanario que se permitía criticar ciertas manifestaciones
del Islam y también de otras confesiones religiosas. Que son fanáticos
no cabe ninguna duda. Creyentes ultraortodoxos abundan en muchas partes,
sobre todo en Estados Unidos e Israel. Pero, ¿cómo llegaron los de
París al extremo de cometer un acto tan execrable y cobarde como el que
estamos comentando? Se impone distinguir los elementos que actuaron como
precipitantes o desencadenantes –por ejemplo, las caricaturas
publicadas por el Charlie Hebdo, blasfemas para la fe del Islam- de las
causas estructurales o de larga duración que se encuentran en la base de
una conducta tan aberrante. En otras palabras, es preciso ir más allá
del acontecimiento, por doloroso que sea, y bucear en sus determinantes
más profundos.
A partir de esta premisa
metodológica hay un factor que merece especial consideración. Nuestra
hipótesis es que lo sucedido es un lúgubre síntoma de lo que ha sido la
política de Estados Unidos y sus aliados en Medio Oriente desde fines de
la Segunda Guerra Mundial. Es el resultado paradojal –pero previsible,
para quienes están atentos al movimiento dialéctico de la historia- del
apoyo que la Casa Blanca le brindó al radicalismo islámico desde el
momento en que, producida la invasión soviética a Afganistán en
Diciembre de 1979, la CIA determinó que la mejor manera de repelerla era
combinar la guerra de guerrillas librada por los mujaidines con la
estigmatización de la Unión Soviética por su ateísmo, convirtiéndola así
en una sacrílega excrecencia que debía ser eliminada de la faz de la
tierra. En términos concretos esto se tradujo en un apoyo militar,
político y económico a los supuestos “combatientes por la libertad” y en
la exaltación del fundamentalismo islamista del talibán que, entre
otras cosas, veía la incorporación de las niñas a las escuelas afganas
dispuesta por el gobierno prosoviético de Kabul como una intolerable
apostasía. Al Qaeda y Osama bin Laden son hijos de esta política. En
esos aciagos años de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II, la CIA era
dirigida por William Casey, un católico ultramontano, caballero de la
Orden de Malta cuyo celo religioso y su visceral anticomunismo le
hicieron creer que, aparte de las armas, el fomento de la religiosidad
popular en Afganistán sería lo que acabaría con el sacrílego “imperio
del mal” que desde Moscú extendía sus tentáculos sobre el Asia Central. Y
la política seguida por Washington fue esa: potenciar el fervor
islamista, sin medir sus predecibles consecuencias a mediano plazo.
Horrorizado
por la monstruosidad del genio que se le escapó de la botella y produjo
los confusos atentados del 11 de Septiembre (confusos porque las dudas
acerca de la autoría del hecho son muchas más que las certidumbres)
Washington proclamó una nueva doctrina de seguridad nacional: la “guerra
infinita” o la “guerra contra el terrorismo”, que convirtió a las tres
cuartas partes de la humanidad en una tenebrosa conspiración de
terroristas (o cómplices de ellos) enloquecidos por su afán de destruir a
Estados Unidos y el “modo americano de vida” y estimuló el surgimiento
de una corriente mundial de la “islamofobia”. Tan vaga y laxa ha sido la
definición oficial del terrorismo que en la práctica este y el Islam
pasaron a ser sinónimos, y el sayo le cabe a quienquiera que sea un
crítico del imperialismo norteamericano. Para calmar a la opinión
pública, aterrorizada ante los atentados, los asesores de la Casa Blanca
recurrieron al viejo método de buscar un chivo expiatorio, alguien a
quien culpar, como a Lee Oswald, el inverosímil asesino de John F.
Kennedy. George W. Bush lo encontró en la figura de un antiguo aliado,
Saddam Hussein, que había sido encumbrado a la jefatura del estado en
Irak para guerrear contra Irán luego del triunfo de la Revolución
Islámica en 1979, privando a la Casa Blanca de uno de sus más valiosos
peones regionales. Hussein, como Gadaffi años después, pensó que
habiendo prestado sus servicios al imperio tendría las manos libres para
actuar a voluntad en su entorno geográfico inmediato. Se equivocó al
creer que Washington lo recompensaría tolerando la anexión de Kuwait a
Irak, ignorando que tal cosa era inaceptable en función de los proyectos
estadounidenses en la región. El castigo fue brutal: la primera Guerra
del Golfo (Agosto 1990-Febrero 1991), un bloqueo de más de diez años que
aniquiló a más de un millón de personas (la mayoría niños) y un país
destrozado. Contando con la complicidad de la dirigencia política y la
prensa “libre, objetiva e independiente” dentro y fuera de Estados
Unidos la Casa Blanca montó una patraña ridícula e increíble por la cual
se acusaba a Hussein de poseer armas de destrucción masiva y de haber
forjado una alianza con su archienemigo, Osama bin Laden, para atacar a
los Estados Unidos. Ni tenía esas armas, cosa que era archisabida; ni
podía aliarse con un fanático sunita como el jefe de Al Qaeda, siendo él
un ecléctico en cuestiones religiosas y jefe de un estado laico.
Impertérrito
ante estas realidades, en Marzo del 2003 George W. Bush dio inicio a la
campaña militar para escarmentar a Hussein: invade el país, destruye
sus fabulosos tesoros culturales y lo poco que quedaba en pie luego de
años de bloqueo, depone a sus autoridades, monta un simulacro de juicio
donde a Hussein lo sentencian a la pena capital y muere en la horca.
Pero la ocupación norteamericana, que dura ocho años, no logra
estabilizar económica y políticamente al país, acosada por la tenaz
resistencia de los patriotas iraquíes. Cuando las tropas de Estados
Unidos se retiran se comprueba su humillante derrota: el gobierno queda
en manos de los chiítas, aliados del enemigo público número uno de
Washington en la región, Irán, e irreconciliablemente enfrentados con la
otra principal rama del Islam, los sunitas. A los efectos de disimular
el fracaso de la guerra y debilitar a una Bagdad si no enemiga por lo
menos inamistosa -y, de paso, controlar el avispero iraquí- la Casa
Blanca no tuvo mejor idea que replicar la política seguida en Afganistán
en los años ochentas: fomentar el fundamentalismo sunita y atizar la
hoguera de los clivajes religiosos y las guerras sectarias dentro del
turbulento mundo del Islam. Para ello contó con la activa colaboración
de las reaccionarias monarquías del Golfo, y muy especialmente de la
troglodita teocracia de Arabia Saudita, enemiga mortal de los chiítas y,
por lo tanto, de Irán, Siria y de los gobernantes chiítas de Irak.
Claro
está que el objetivo global de la política estadounidense y, por
extensión, de sus clientes europeos, no se limita tan sólo a Irak o
Siria. Es de más largo aliento pues procura concretar el rediseño del
mapa de Medio Oriente mediante la desmembración de los países
artificialmente creados por las potencias triunfantes luego de las dos
guerras mundiales. La balcanización de la región dejaría un archipiélago
de sectas, milicias, tribus y clanes que, por su desunión y rivalidades
mutuas no podrían ofrecer resistencia alguna al principal designio de
“humanitario” Occidente: apoderarse de las riquezas petroleras de la
región. El caso de Libia luego de la destrucción del régimen de Gadaffi
lo prueba con elocuencia y anticipó la fragmentación territorial en
curso en Siria e Irak, para nombrar los casos más importantes. Ese es el
verdadero, casi único, objetivo: desmembrar a los países y quedarse con
el petróleo de Medio Oriente. ¿Promoción de la democracia, los derechos
humanos, la libertad, la tolerancia? Esos son cuentos de niños, o para
consumo de los espíritus neocolonizados y de la prensa títere del
imperio para disimular lo inconfesable: el saqueo petrolero.
El
resto es historia conocida: reclutados, armados y apoyados diplomática y
financieramente por Estados Unidos y sus aliados, a poco andar los
fundamentalistas sunitas exaltados como “combatientes por la libertad” y
utilizados como fuerzas mercenarias para desestabilizar a Siria
hicieron lo que en su tiempo Maquiavelo profetizó que harían todos los
mercenarios: independizarse de sus mandantes, como antes lo hicieran Al
Qaeda y bin Laden, y dar vida a un proyecto propio: el Estado Islámico.
Llevados a Siria para montar desde afuera una infame “guerra civil”
urdida desde Washington para producir el anhelado “cambio de régimen” en
ese país, los fanáticos terminaron ocupando parte del territorio sirio,
se apropiaron de un sector de Irak, pusieron en funcionamiento los
campos petroleros de esa zona y en connivencia con las multinacionales
del sector y los bancos occidentales se dedican a vender el petróleo
robado a precio vil y convertirse en la guerrilla más adinerada del
planeta, con ingresos estimados de 2.000 millones de dólares anuales
para financiar sus crímenes en cualquier país del mundo. Para dar
muestras de su fervor religioso las milicias jihadistas degüellan,
decapitan y asesinan infieles a diestra y siniestra, no importa si
musulmanes de otra secta, cristianos, judíos o agnósticos, árabes o no,
todo en abierta profanación de los valores del Islam. Al haber avivado
las llamas del sectarismo religioso era cuestión de tiempo que la
violencia desatada por esa estúpida y criminal política de Occidente
tocara las puertas de Europa o Estados Unidos. Ahora fue en París, pero
ya antes Madrid y Londres habían cosechado de manos de los ardientes
islamistas lo que sus propios gobernantes habían sembrado
inescrupulosamente.
De lo anterior se
desprende con claridad cuál es la génesis oculta de la tragedia del
Charlie Hebdo. Quienes fogonearon el radicalismo sectario mal podrían
ahora sorprenderse y mucho menos proclamar su falta de responsabilidad
por lo ocurrido, como si el asesinato de los periodistas parisinos no
tuviera relación alguna con sus políticas. Sus pupilos de antaño
responden con las armas y los argumentos que les fueron
inescrupulosamente cedidos desde los años de Reagan hasta hoy. Más
tarde, los horrores perpetrados durante la ocupación norteamericana en
Irak los endurecieron e inflamaron su celo religioso. Otro tanto ocurrió
con las diversas formas de “terrorismo de estado” que las democracias
capitalistas practicaron, o condonaron, en el mundo árabe: las torturas,
vejaciones y humillaciones cometidas en Abu Ghraib, Guantánamo y las
cárceles secretas de la CIA; las matanzas consumadas en Libia y en
Egipto; el indiscriminado asesinato que a diario cometen los drones
estadounidenses en Pakistán y Afganistán, en donde sólo dos de cada cien
víctimas alcanzadas por sus misiles son terroristas; el
“ejemplarizador” linchamiento de Gadaffi (cuya noticia provocó la
repugnante carcajada de Hillary Clinton); el interminable genocidio al
que son periódicamente sometidos los palestinos por Israel, con la
anuencia y la protección de Estados Unidos y los gobiernos europeos,
crímenes, todos estos, de lesa humanidad que sin embargo no conmueven la
supuesta conciencia democrática y humanista de Occidente. Repetimos:
nada, absolutamente nada, justifica el crimen cometido contra el
semanario parisino. Pero como recomendaba Spinoza hay que comprender las
causas que hicieron que los jihadistas decidieran pagarle a Occidente
con su misma sangrienta moneda. Nos provoca náuseas tener que narrar
tanta inmoralidad e hipocresía de parte de los portavoces de gobiernos
supuestamente democráticos que no son otra cosa que sórdidas
plutocracias. Hubo quienes, en Estados Unidos y Europa, condenaron lo
ocurrido con los colegas de Charlie Hebdo por ser, además, un atentado a
la libertad de expresión. Efectivamente, una masacre como esa lo es, y
en grado sumo. Pero carecen de autoridad moral quienes condenan lo
ocurrido en París y nada dicen acerca de la absoluta falta de libertad
de expresión en Arabia Saudita, en donde la prensa, la radio, la
televisión, la Internet y cualquier medio de comunicación está sometido a
una durísima censura. Hipocresía descarada también de quienes ahora se
rasgan las vestiduras pero no hicieron absolutamente nada para detener
el genocidio perpetrado por Israel hace pocos meses en Gaza. Claro,
Israel es uno de los nuestros dirán entre sí y, además, dos mil
palestinos, varios centenares de ellos niños, no valen lo mismo que la
vida de doce franceses. La cara oculta de la hipocresía es el más
desenfrenado racismo.
*
Una versión muy resumida de esta nota, escrita “en caliente” ni bien
enterado de los hechos, fue publicada en el día de hoy, 8 de Enero de
2015, por Página/12.