lunes, 18 de julio de 2022

¿Hacia dónde va el matrimonio?


17 julio 2022. Por Marcelo Colussi. 

Marcelo Colussi (mmcolussi@gmail.com). El matrimonio es la forma social que toma la unión de varones y mujeres para reproducir la especie. A partir de esa unión se constituye la familia, que es considerada como la célula primera de toda sociedad.

Sin importar la forma que asuman tanto la familia en su conjunto como la unión de los progenitores, ese vínculo siempre se establece. En la gran mayoría de sociedades que ya dejaron atrás el estadio neolítico, aquellas donde existe la idea de propiedad privada, matrimonio y familia asumen la forma de una “institución”. Es decir: una instancia -en general debidamente legislada- que presenta formas específicas, procedimientos preestablecidos, rutinas, ritos. Ahora bien: como cualquier institución, entonces, también puede sufrir cambios a través del tiempo.

En esto que llamamos nuestro mundo occidental, según investigaciones recientes, aproximadamente un 50% de matrimonios con menos de 10 años de duración se disuelven en términos legales. Hay allí algo importante, una tendencia en términos sociológicos y psicológicos que no puede desconocerse. Esa tendencia nos habla con certeza de algo: el matrimonio es una institución en crisis. Está cambiando, está experimentando transformaciones, todo lo cual puede llevarnos a plantearnos si está camino a su extinción.

O, en todo caso, nos abre la pregunta: ¿hacia dónde va? Si se hace una revisión histórica de esa tendencia que lleva a la probable extinción del matrimonio, se descubre que la misma, en estas últimas décadas, ha presentado como diferencia básica el hecho de mostrarse en forma pública sin mayores problemas, disolviendo de hecho y de derecho una enorme cantidad de uniones. Pero no es ninguna novedad que la misma -quizá sin llevarlo a la extinción, pero sí cuestionando sus raíces- ha estado presente en las sociedades desde tiempos inmemoriales, quizá sin que estuviese estatuida la figura legal del “divorcio”, aunque funcionando de hecho. En cualquier cultura y en toda época el matrimonio, en tanto institución, ha evidenciado signos de, como mínimo, debilidad. Las relaciones extramatrimoniales -hijos surgidos de las mismas incluidos- son algo tan viejo como la misma civilización. El mandamiento cristiano que ordena “no desear la mujer de tu prójimo” (machista, por cierto) dice, indirectamente, que el desliz existe desde tiempos inmemoriales. Quizá ahora, sin que el mundo sea un paraíso precisamente, pero con una mayor permisibilidad para abordar ciertos temas, se puede hablar con más libertad sobre esta tendencia.

Paralelamente, legislaciones de distintos países aceptan el divorcio como mecanismo social legítimo. Además, aparecen nuevas formas de uniones, cada vez más aceptadas, que contribuyen a ampliar la problemática: parejas abiertas, amigos con derechos, parejas homosexuales, familias monoparentales conformadas por una sola mujer o un solo varón.

En Brasil se casó legalmente un trío. El tema da para mucho. La institución del matrimonio se inscribe en otra formación social: el patriarcado; modalidad cultural que, sin poder decir que esté en absoluto proceso de retirada, al menos comienza también -muy tibiamente todavía, pero ya en forma irreversible- a ser cuestionada. En este marco general, entonces, debe entenderse el matrimonio como el dispositivo social que permite/asegura la perpetuación de la especie, de la propia cultura, y de la propiedad privada. Que allí haya cuestiones problemáticas ligadas al amor, al deseo y a la transgresión -cuestiones todas de corte psicológico- es otra cosa. A la institución legal eso no le importa.

Todas las sociedades son conservadoras (quizá para eso existen justamente: para conservarse a sí mismas, asegurando los logros históricos que han ido consiguiendo en el nunca terminado proceso civilizatorio); todas las sociedades, igualmente -al menos las hasta ahora conocidas- son machistas, patriarcales. El poder, siempre, está concebido en términos masculinos. Algunas sociedades pueden ser más machistas, sin dudas (ahí está la poligamia aceptada oficialmente entre muchos pueblos, por ejemplo); pero todas, aún aquellas que se precian de ser más “desarrolladas”, continúan con ese perfil machista. El matrimonio, en tanto célula primordial de las sociedades, como institución que es, repite esas características. Es, por tanto, conservador, machista, patriarcal. Si hay o no amor, eso no es lo fundamental. ¿Cuánto dura el amor eterno?

El matrimonio implica un contrato social, un acuerdo legal entre partes. Como tal, entonces, es producto de un arreglo, de un convenio; por tanto, también sujeto a evolución en el tiempo (siempre las legislaciones van a la zaga de los hechos consumados; se hace ley lo que ya existe de hecho como práctica consuetudinaria). Las parejas biológicas existieron antes de los contratos matrimoniales. De la misma manera, la tendencia a la crisis que ahora presenta esta institución es, ante todo, un hecho constatable: 50% de separaciones en matrimonios legalmente constituidos que se hacen públicas, más la eterna “infidelidad” conyugal que los acompaña. Secundariamente viene la reacción ante la crisis: ¿dónde irá a para el matrimonio? ¿La clonación de humanos será la respuesta a la perpetuación de la especie? ¿Vamos hacia la soltería como norma? ¿Seguirán existiendo los matrimonios heterosexuales en un futuro inmediato? ¿Sexo libre para todos? Las preguntas están planteadas y nadie tiene la respuesta definitiva; de hecho, no la hay.

Hasta ahora el matrimonio, con deficiencias intrínsecas insalvables (la “infidelidad” es tan vieja como el mundo) ha venido cumpliendo su cometido. Seguramente pueda seguir cumpliéndolo, aún con sus nuevas variables: matrimonios homosexuales, por ejemplo. Lo cierto es que abre preguntas que no pueden seguir evadiéndose.

Como institución no se nutre necesariamente en forma exclusiva del amor (como se ha dicho: “el amor eterno dura… ¿cuánto?”). Muchos matrimonios (si se conocieran los datos reales sin dudas nos sorprenderíamos) se mantienen por otras circunstancias, muy alejadas del enamoramiento entre sus cónyuges: conveniencia y/o necesidad social. El enamoramiento absoluto, según enseña el psicoanálisis, es una especular relación narcisista; el único amor perpetuo es el que se siente por la prole, por la descendencia -la forma en que nos inmortalizamos y trascendemos nuestra vida finita-. Querer a los hijos es querernos a nosotros mismos. A la pareja la queremos, muchísimo a veces, pero no deja de ser prescindible. El amor eterno y absoluto es una bella construcción romántica, pero la experiencia demuestra que no es posible en la perpetuidad de lo cotidiano. Hay que recordar que los moteles por horas están siempre ocupados, y no con matrimonios “oficiales” precisamente.

Somos conservadores, esa es nuestra condición humana. El amor es un ingrediente de la vida, importantísimo, pero no el único; y sin dudas, da para pensar si es el primordial. El interés pareciera terminar imponiéndose. Además, el amor se mueve siempre de la mano de su antítesis: el odio. La dinámica humana es una compleja combinación de todas estas posibilidades, donde lo que prima las más de las veces es la rutina, la estabilidad a cualquier costo. Los matrimonios no dejan de expresar todas estas posibilidades. En general hay que “aguantarlos”; esa es la tónica dominante. Los hijos son la excusa para “aguantar” (grandiosa, por cierto. ¿Quién no ama a sus hijos?) Pero ahí están las transgresiones extramaritales que nos recuerdan que el “amor eterno” es algo del ámbito poético.

Tal como está planteado en su estructura, el matrimonio lleva implícita la posibilidad de su transgresión -cosa, por lo demás, muy habitual-. Como institución conservadora va más allá de estas circunstancias “domésticas”, intentando erigirse como un valor ético en sí mismo - cerrando los ojos, tolerando, dejando pasar “pecadillos” ocultos-. Su perpetuación como institución supuestamente inconmovible permite/tolera ciertos deslices, ciertas válvulas de escape. Dicho de otra forma: una cierta cuota de “mentira” socialmente aceptada hace parte de su constitución fundamental. Las transgresiones masculinas son ya parte de su ritual, de su dinámica normal -en los matrimonios monogámicos al menos-. Otras veces, en la poligamia, es simple y llanamente institucionalizada una forma aceptada en términos sociales de machismo patriarcal. La transgresión femenina, dado el machismo imperante, es aún mucho menos tolerada, aunque de hecho también existe (en algunos lugares el “adulterio” de la mujer es penado como delito grave, con la muerte incluso). Dada nuestra cultura patriarcal, ser “puto” (mujeriego) puede tolerarse; ser “puta” es sacrílego, imperdonable.

De todos modos -¡y felizmente!- el proceso de cambio en los valores generales ha ya comenzado a relajar esa visión machista y conservadora. Si así no fuera, no se estaría institucionalizando en la cultura cotidiana la situación del divorcio como algo posible y ya casi “normal”. No olvidemos: pese a la oposición de las distintas iglesias (las iglesias son siempre conservadoras), ya son la mitad de las parejas las que se separan ante un juzgado.

Todo esto, entonces, es lo que abre el cuestionamiento: si existe siempre la posibilidad de ser transgredido (las relaciones -y los hijos- extramatrimoniales son un hecho incontrastable); si no asegura de por vida el enamoramiento de sus partes; si conlleva todo el peso de la rutina y la formalidad de cualquier institución: ¿por qué se mantiene entonces el matrimonio? Podría agregarse incluso, como pregunta no menos interesante: ¿por qué el movimiento homosexual que se da en buena parte del mundo busca el matrimonio como un objetivo en sí mismo, sabiendo que es una institución en crisis de la que cada vez más gente escapa? ¡Llegando al contrasentido de querer casarse en muchos casos con ceremonia religiosa!

Dar una respuesta convincente a esta pregunta implica largos desarrollos sociales, psicológicos, incluso políticos, que exceden las posibilidades de este modesto opúsculo (pero que, no obstante, invitan a emprenderlos). Acompañando esas reflexiones -y he ahí probablemente lo más rico que disparan estas preguntas- queda la interrogante: ¿con qué reemplazar el matrimonio entonces?

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