3 agosto 2020. Por Ricardo Sánchez Ángel. Ante una vejez ofendida por los estereotipos sociales y las autoridades, reconforta leer los versos del gran poeta de la vida Walt Whitman:
¡Vejez que se alza magnífica! ¡Oh bienvenida, inefable gracia de los días de ocaso!
Este es mi manifiesto de desobediencia civil frente a la descalificación que se nos hace, como si el cuidado obligara a recluirnos por enemigos del trato social. En una mirada hacia la niñez, vemos que nos dan un trato parecido. Mejor, un mal trato. Lo que se hace con la niñez es ignominioso e ignorante. Las medidas para proteger a los niños son castradoras. Empeoran un clima sociofamiliar asfixiante y convierten la teleeducación en una herramienta de alienación. Ante esto no hay cariño familiar que compense esta maligna dinámica.
La vejez ha sido destacada en la historia, pero también repudiada. Lo de ahora es apenas un revival de costumbres anacrónicas. En el gozoso panfleto de Paul Lafargue, El derecho a la pereza, se recuerda que en la antigüedad se practicaron tratos crueles. Los indígenas en Brasil mataban a sus viejos como testimonio de amistad, al igual que los celtas de la Galia y en Alemania. En Suecia se hacía uso en las iglesias de las mazas familiares para la ejecución de la pena de muerte a los viejos. Desde entonces, crueldad y paternalismo son valoración de la vejez, que está a la moda.
Cicerón, el elocuente filósofo romano, escribió en el año 44 a.C., a sus sesenta y dos años (para la época era un anciano), el más afamado de los escritos sobre la vejez, De senectute, donde propone una ética, una consciencia del comportamiento, para entender lo virtuoso y feliz de ser viejo. Y ausculta sobre cómo abordar la muerte con tranquilidad, preparándonos con el filosofar. La perspectiva de Cicerón y, especialmente, la de Whitman son un principio de esperanza. Después de todo, también los jóvenes mueren por enfermedad, crímenes, pasiones y particularmente guerras.
Montaigne (1533-1592) en dos de sus ensayos: Sobre unos versos de Virgilio y sobre cómo el filosofar es aprender a morir, recuerda la arrogancia de Marcial: “poder vivir de la vida pasada es vivir dos veces”. Montaigne se propone superar la conducta de los extremos, y por ello invita a la
templanza, la contemplación, la virtud, esa cualidad amena y alegre. Al mismo tiempo, incita a divertirse con todos los placeres que la vida depara. La clave es el equilibrio, la consciencia de los límites, para conservar la salud hirviente, eso sí, sin soportar la hipocresía, madre de todas las mentiras. Menos las piadosas, digo yo.
Hay que evitar el envejecimiento prematuro, usar la astucia para evitar lo penoso de la edad. Vale esta afirmación del gran ensayista: “tiene la cordura sus excesos y no necesita menos de la moderación que la locura”.
Hay que precisar que la vejez distingue entre mujeres y hombres; entre pobres y ricos; entre solitarios y acompañados; entre enfermos y saludables, entre viejos y más viejos, porque hay cuarta edad, a la que logran llegar los más vitales. La vejez es la edad del filosofar, entendida como preparación a la muerte. Claro que las mujeres y los hombres viejos, si son marginados por la pobreza, el abandono y el racismo, no tienen tan bella alternativa. Debemos juntos rebelarnos y filosofar.
Norberto Bobbio en su opúsculo De senectute, escrito a los ochenta y seis años, describe la vejez como un estado prolongado del pasado, una especie de retorno a través de los recuerdos y la memoria al tiempo vivido. Un ejercicio de nostalgia. El lente del iusfilósofo es más el del escepticismo cercano al pesimismo que al vitalismo de Cicerón, a quien critica, o a Montaigne, que se opone a la melancolía a favor de soñar y soñar.
Yo estoy a contracorriente del programa bobbiano, porque no plantea la transición hacia la acción propia de la edad. Mi creencia es que en el principio fue la acción, y al final también debe ser la acción. Solo se muere cuando ya no se desea. Valga recordar los versos de Horacio (65 a.C. - 8 a.C.):
"Permíteme, ¡oh, Apolo!, gozar de lo que tengo, conservar, te lo ruego, mi salud y mi cabeza, y que pueda en una digna vejez tocar aún la lira".
Hay que evitar el envejecimiento prematuro, usar la astucia para evitar lo penoso de la edad. Vale esta afirmación del gran ensayista: “tiene la cordura sus excesos y no necesita menos de la moderación que la locura”.
Hay que precisar que la vejez distingue entre mujeres y hombres; entre pobres y ricos; entre solitarios y acompañados; entre enfermos y saludables, entre viejos y más viejos, porque hay cuarta edad, a la que logran llegar los más vitales. La vejez es la edad del filosofar, entendida como preparación a la muerte. Claro que las mujeres y los hombres viejos, si son marginados por la pobreza, el abandono y el racismo, no tienen tan bella alternativa. Debemos juntos rebelarnos y filosofar.
Norberto Bobbio en su opúsculo De senectute, escrito a los ochenta y seis años, describe la vejez como un estado prolongado del pasado, una especie de retorno a través de los recuerdos y la memoria al tiempo vivido. Un ejercicio de nostalgia. El lente del iusfilósofo es más el del escepticismo cercano al pesimismo que al vitalismo de Cicerón, a quien critica, o a Montaigne, que se opone a la melancolía a favor de soñar y soñar.
Yo estoy a contracorriente del programa bobbiano, porque no plantea la transición hacia la acción propia de la edad. Mi creencia es que en el principio fue la acción, y al final también debe ser la acción. Solo se muere cuando ya no se desea. Valga recordar los versos de Horacio (65 a.C. - 8 a.C.):
"Permíteme, ¡oh, Apolo!, gozar de lo que tengo, conservar, te lo ruego, mi salud y mi cabeza, y que pueda en una digna vejez tocar aún la lira".
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