15 septiembre 2016. Salvo mejor opinión en contrario, uno de los puntos de mayor relevancia en el Acuerdo Final suscrito entre el Gobierno Nacional y las FARC, es la Reforma Rural Integral, encabezando el documento acordado entre las partes; toda vez que contiene puntos esenciales de la históricamente cacareada reforma agraria, que nunca vimos materializar durante los años de nuestra vida republicana y especialmente después de la antigua constitución de finales del siglo diecinueve (que rigió por más de una centuria), a la luz de la cual se materializó el despojo de ingente cantidad de minifundios, que fueron inicialmente domesticados por muchas familias campesinas.
Estriba dicha importancia, en que la falta de una trasformación estructural del campo que permita el uso de la tierra y su equitativa restitución al campesinado que laboró en ella y que fue desplazado por la violencia partidista, orientada por unos pocos ajedrecistas del poder, azotando a hombres y mujeres que nos entregaron durante muchos años los productos de nuestra canasta familiar, originaron motivos para la irrupción de la guerrilla en Colombia.
Diversos investigadores han esbozado las inequitativas cifras sobre la concentración de la tierra en Colombia, que redondeadas evidencian que menos de la mitad del uno por ciento de la población es propietaria de casi la mitad de la tierra de uso agrícola, es decir, que algo así como quince mil familias son las dueñas del suelo que habitamos cuarenta y cinco millones de compatriotas, topándonos con uno de los mayores generadores de desigualdad. Estamos hablando de fincas superiores a quinientas hectáreas, mientras que las parcelas menores a cinco solo abarcan el cinco por ciento de este campo que comprende las zonas rurales, donde vive un poco menos del treinta por ciento del país, que ha padecido las inclemencias ocasionadas en parte por políticas públicas sectoriales que han dado largas al desalojo y expropiación por manos de particulares. Se dice que tenemos ciento trece millones de hectáreas para uso agrícola, de las cuales se perdieron más de setecientas mil (la tercera parte del Valle del Cauca), en la última década de la pasada centuria. Casi cuarenta millones están ocupadas por la ganadería (duplicando el potencial de uso), en sentido contrario solo se utilizan veinte para cultivo. Mientras que en los años noventa, producíamos en nuestros campos el noventa por ciento de nuestros consumos agropecuarios, hoy importamos casi la mitad de nuestra canasta familiar, exponiendo a la patria a no contar con seguridad alimentaria.
En este desalentador y borroso panorama, oculto a los ojos de una cantidad alta de las familias colombianas que encuentran dispuestos en los supermercados los alimentos que requieren, sin saber su foránea procedencia y sin tener en cuenta las cifras oficiales de indicadores de desigualdad, que señalan las distancias entre una creciente pobreza y una reducida riqueza; la acordada Reforma Rural Integral propone estrategias para brindar oportunidades de alimentación y nutrición a la población más vulnerable, entre la que se cuenta la campesina, con planteamientos de participación para las comunidades rurales para su bienestar y buen vivir, encaminados hacia el desarrollo sostenible.
Se proyectan iniciativas agrarias que cierren la frontera agrícola y protejan áreas de especial importancia ambiental, mediante la promoción de la economía campesina, contando para ello con el planeamiento nacional del mejoramiento de las vías terciarias, así como del riego y drenaje, que permitan la integración regional y el acceso a los mercados. Me llama poderosamente la atención, la formulación de bancos de germoplasma para la promoción y protección de las semillas nativas para siembras óptimas bajo la orientación de saberes propios y ancestrales, proyectándola como una alternativa al peligroso, insalubre y excluyente mercado de los organismos de manipulación transgénica, buscando la salvaguarda de nuestro patrimonio genético como elemento de la biodiversidad dentro de la órbita de la soberanía nacional.
Estos elementos -consignados en uno de los seis puntos del Acuerdo de La Habana- capaces de producir nuevas opciones para que el campo no siga siendo el escenario de la exclusión en donde emerge una riqueza que se acumula a partir del despojo a quien entendió de manera sencilla que la tierra es para quien la trabaja como un libre pensamiento, y no para quien la usurpa y la atesora, son elementos vitales para la trasformación y desarrollo de la cuestión agraria que pueden llevarnos por caminos de progreso y de construcción de otro país posible, proporcionándonos una seguridad alimentaria a toda la nación, en propuestas que no están direccionadas para favorecer a quienes dejan en esta oportunidad las armas, sino para aquellos que han sido excluidos del campo y obligados a formar cordones de miseria en las grandes ciudades, son razones más que suficiente para votar afirmativamente el plebiscito, como un anhelado sueño. Podrá ser una paradoja de interés: mientras la FARC da el primer paso, el ELN estará presto a diálogos en medio de la verificación de los acuerdos.
Por supuesto que en este escenario de búsqueda de la paz, como siempre, incursionan los mismos personajillos del país político con sus oportunistas sonrisas fotografiadas, que pretenden usufructuar un clima de cambio que nunca proporcionaron ni intentaron sacar avante, así como en la otra orilla los detractores de una opción de cambio o de una alternativa para el desarrollo. Para contextualizarlo traigo a colación las palabras de Jorge Eliecer Gaitán: “En la trayectoria que han seguido todas las civilizaciones y en las tormentas donde se han cumplido transformaciones esenciales, han actuado en dramática y fecunda contraposición, dos fuerzas que culminan en dos estados psicológicos. De un lado aquellos a quienes el poder, como siempre, adormece y estanca; a quienes la embriaguez del dominio recorta y amengua en su ambición creadora; a quienes el ejercicio del mando destruye el impulso de la inconformidad; a quienes por actuar en ambientes de beneficiados se les hace sordo el oído para escuchar el clamor subterráneo que se incuba y vibra como un presagio de tempestad. De otro lado aquellos que producen este mismo clamor; los que fuera, en la escuela, en el rancho desolado del campesino, en el taller sonoro del artesano, en el alma de la madre y en el seno de la juventud; en la mente del industrial y del comerciante, van gestando un nuevo destino de vivir; una nueva ansiedad en la forma y en la organización de la sociedad”.
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